En el corazón del barrio de San Julián, uno de los más antiguos de Sevilla, no lejos de la Macarena, cerca de San Marcos, que es su parroquia, y de la inmediata iglesia de Santa Isabel, se yergue la espadaña del monasterio de Santa Paula.
Aureolada de sol, sobre el azul del cielo, tiene reflejos de oro y esmaltes. Iluminada, de noche, es de un efecto sorprendente. Corona al monasterio como una peina sevillana y preside la plazuela que le da entrada. ¿Quién fue Santa Paula? Una gran patricia romana, descendiente de los Gracos y de los Escipiones, conquistadores de España, les debió su nombre de Paula. En el siglo IV, cuando lloraba su viudez, se encontró en Roma con San Jerónimo, que venía del desierto a ser intérprete de unos obispos orientales, citados a concilio por el papa español San Dámaso.
Después de haber hecho en Roma una experiencia de vida monástica, dedicados al estudio de las Sagradas Escrituras, a la recitación de los salmos y a la vida de caridad evangélica, marcharon a Tierra Santa y fundaron en Belén dos monasterios: uno de varones y otro de mujeres en el año 386.
Aquellos monasterios betlemitas, de jerónimos y jerónimas, fueron tipo y modelo de esa Orden de San Jerónimo, tan célebre en España, que resurgió en nuestra península en el siglo XIV “a impulsos del Espíritu Santo”. Ermitaños venidos de Italia la esparcieron por España y Portugal, instaurando la Orden de San Jerónimo de las Españas, bajo la regla de San Agustín, con Constituciones propias y hábito blanco y pardo que “manos apostólicas” (las de Gregorio XI) impusieron a sus restauradores. Y que, a la sombra de San Jerónimo de Buenavista, fundó en Sevilla, en 1473, este monasterio de monjas, hijas y seguidoras de Santa Paula. |
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